JUAN PASQUAU: ECOS DE SU AUSENCIA, ACTUALIDAD DE SUS CREENCIAS

«Nosotros, tan olvidadizos normalmente, ¿cómo es posible que el recuerdo de Juan Pasquau resista tan bien el paso del tiempo, 35 años después de su muerte?

Me alegro que la cofradía de Jesús tenga algo que ver con esto.

Admiro profundamente la tenacidad de aquel que mantiene regularmente su página en Internet (juanpasquauguerrero.blogspot.es) rescatando artículos que siempre parecen escritos el día anterior o sobre temas que expresan una actualidad deslumbrante.

Me enternezco ante la chiquilla fidelidad de Rosa, su viuda, quién a pesar de los años parece siempre haber dejado al escritor hace sólo unos momentos cuando cerró la puerta de su casa y se echó a la calle.

Algunos de los que tenemos más de 50 años guardamos recuerdos personales, vivencias con Juan Pasquau, nostalgias y observaciones de quién era igualmente admirado por su obra como por su aureola de hombre bueno, culto, rozando la extravagancia infantil, la despreocupación no forzada.

Desde su muerte en 1978 sus escritos no han cesado de publicarse, gloriosa continuidad que sorprende a propios y a extraños. Recientemente ha sido una obra no de él sino sobre él, una biografía atípica, que nos descubre al Juan íntimo y al Juan maestro; al hombre que no permanece ajeno a la evolución del mundo a su alrededor, con todas las formas, matices y turbulencias de la Úbeda y la España de los 50, los 60 y los 70.

Observo en general un tic hagiográfico forzado al escribir sobre Juan Pasquau que sonrojaría —estoy seguro— a nuestro escritor. En mi opinión aparece mayormente cuando se escribe sobre su relación con Úbeda.  Fue de los pocos de esa generación providencial surgida en los cincuenta alrededor de la revista VBEDA: Juan, Antonio Parra, Manuel Fernández de Liencres, Domingo Molina, Juan Bellón, Alfonso López Muela, Matías Crespo, Juan de Dios Peña… que no cambió de aires en algún momento, que no salió hacia otras tierras. Y eso es generalmente interpretado como una ligazón indestructible, como la divisa del ubetensismo a ultranza que antes prefiere sobrevivir que partir.

Algo parecido ocurre en ciertas interpretaciones que han perdurado sobre la religiosidad de Juan, presentando a un creyente hermético, seguro, andando sobre las  firmes piedras de una Úbeda inmemorialmente cristiana.

Creo que estas dos interpretaciones monolíticas de la vida y creencias de Juan Pasquau, en su relación con Úbeda, en su vivencia de Dios, son inexactas. Descartan algo fundamental: al Hombre, con mayúsculas. Olvidan que la simplicidad del sabio surge del largo camino de la reflexión, las dudas, la búsqueda de puntos de encuentro ante conflictos de deberes.

¿Por qué no pensar que hubo más temores que determinación en su decisión de no partir de Úbeda? La reciente biografía de Adela Tarifa nos presenta la soledad y el desamparo familiar del Juan joven, el respiro encontrado en la obra jesuítica del padre Villoslada, la estabilidad familiar y profesional alrededor de su esposa, sus hijos y sus tareas de magisterio. Con lecturas y la razón emprenden las rutas de la humanidad los grandes viajeros. Ni Julio Verne descendió nunca al centro de la tierra o a las profundidades marinas ni Juan Pasquau necesitó irse a vivir a Madrid para interpretar con sus escritos las notas afinadas de la gran sinfonía de las ansiedades y querencias humanas. Creo que hay que desvestir de cosmología mitológica su apego a Úbeda para llenarla de elementos más sencillos, donde la certidumbre del hábito, la seguridad de lo conocido, la cercanía humana, la consagración de una vocación de maestro, etc. adquieren mucho más sentido.

Algo parecido ocurre con su religiosidad. Quienes quieren presentarla como algo granítico demuestran que no lo han leído. No fueron momentos fáciles los 50 y los 60 en Úbeda porque debajo de los oropeles oficiales transcurría un río de desigualdades sociales y pobreza al que el escritor atento, el cristiano comprometido no podía dar la espalda. La revista VBEDAestá llena de sutilezas, de miradas atentas hacia los detalles por encima del mensaje oficial de adhesión. No son escritos de oposición. El trauma de descomposición y fratricida muerte de la guerra civil merodea como permanente justificación. Pero también el subdesarrollo, el clasismo desmedido y las apariencias engañosas. La defensa de un evangelio de hombres más cultos e iguales frente a una dura realidad dominada por lealtades uniformes.

Quizás su apego a la historia de Úbeda debería interpretarse como ese canto a favor de lo permanente más allá de lo coyuntural que conforma la base evangélica. Sin cerrar las ventanas, bien al contrario, a las bocanadas de aire fresco que soplaron del Concilio Vaticano II y que representaron entonces la esperanza frente al inmovilismo, la defensa del valor del hombre frente a la púrpura del palio, la siembra innovadora en el terreno donde la moral cristiana y la ética secular se abonan mutuamente.

Juan Pasquau, su íntimo amigo Antonio Parra, el círculo de adultos inquietos alrededor de la revista VBEDAno eran ajenos a todo esto y lo expresaron de la mejor manera posible en aquellos tiempos, sin expresiones rupturistas ni despechadas pero con cierta heterodoxia respetuosa y cauta. Eran de misa y comunión pero no ajenos al guiño irónico ante lealtades exageradas. Escribieron poesías, dejaron himnos para la posteridad sin caer en el casticismo demoledor y exagerado que incluso 50 años después domina algunas expresiones.

En Juan Pasquau está muy presente la naturaleza circundante, el olivo como inspirador del carácter de los hombres de nuestra tierra, una veta machadiana completada con el ardor de Miguel Hernández, que nos dejó un artículo memorable recogido en ese libro Temas de Jaénque perfila la rapsodia de un futuro de esperanza. La poesía de Antonio Parra era fina, de precisión filológica filtrada por su formación de jurista, con un toque de romanticismo algo surrealista en la que se reflejan a la vez sus orígenes humildes y su deseo de un mundo mejor.

Una religiosidad periférica de ese valle de lágrimas oficial que se esforzaba en abrir ventanas y puertas de enlace con los disidentes. Carente de dogmatismo, sin esa tentación de la religión oficial —no totalmente disipada— de mirar por encima del hombro al no creyente. Defendían la fe por que sí, sin los atajos interesados ante el agobio de lo desconocido tras la muerte.

 

Una mirada abierta necesaria, una reflexión honda, una religiosidad algo descarada, una simpleza de espíritu ahora también de actualidad ante el sufrimiento desmedido de la crisis; ante la tentación de reducir las preocupaciones a tronos, palios y representaciones; ante el diferente que circula por nuestras calles y que no por eso deja de perder su condición humana, detentor de derechos y obligaciones, tan susceptible del calor y el frío de la vida azarosa como todos nosotros.

Ese Juan que tan bien supo reflejar Juan Luis Vasallo en el busto que da la bienvenida en la biblioteca que lleva su nombre en el Hospital de Santiago, con la cabeza ligeramente ladeada apoyada en su mano derecha, con la mirada alejada del presente (y del pasado), más bien testigo de ese Hombre con que desde la Grecia antigua, san Agustín, Nietzsche y otros posteriores intentan explicarnos la vida, con o sin dios, despojado del color de la piel y la temporalidad de la existencia, en favor de una ética de principios más allá de la ética instrumental que nos domina.

La supervivencia de sus ideas tiene mucho que ver con su singularidad como pensador, con su capacidad para rescatar lo positivo de creencias e ideologías. Si sigue vigente es porque nos facilita las respuestas, nos transmite honradez y voluntad para hacer las cosas bien, sugiriendo con sus palabras salidas afables, humanistas y sensibles. Al tratar los problemas cotidianos con compasión, sus reflexiones nos inspiran como un manual carente de resignación ante desahucios, desigualdades y desprecios al diferente; para introducir, aunque sea mínimamente, cierto deseo de aliviar el sufrimiento del otro en estos problemas de nuestros días, ante los cuales, reconozcámoslo, la respuesta  política enturbia el sentido común.

Nosotros tuvimos la suerte de conocerlo y de que el lenguaje de sus escritos nos resulte familiar y cercano, como las novelas de Muñoz Molina nos resuenan a nuestros propios anhelos y caminares. Paradojas del destino, casualidades de la vida. Un gran hombre, un hombre bueno en el buen sentido que le dio el poeta. Paisano, amigo, identificable todavía en su mujer y sus hijos, académico del parnaso de los sencillos mortales lejano de ese escritor angelical que a veces nos presentan. 35 años después la presencia de su ausencia se engrandece, como el buen vino.  Por mucho tiempo.»

Nicolás Berlanga.

 

 

(REVISTA JESÚS núm. 57, Año 2013)

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