El pasado domingo 5 de febrero la Cofradía de Jesús vivía un día histórico: se ha dicho ya muchas veces, en periódicos y redes sociales. Pero es bueno insistir en la importancia simbólica de lo vivido ese día. No ya por lo abultado de la votación y lo rotundo del resultado de la misma; no ya por la ola de ilusión que lo sucedido aquél día ha provocado en el seno de la Cofradía y que parece estar teniendo resultados inmediatos: lo verdaderamente importante es que una mujer, una hermana de Jesús, era aupada democráticamente al más alto puesto, al más honroso cargo de la cofradía, que por primera vez en más de 441 años de historia se escribía en femenino: Javiera Leiva era elegida, ese domingo 5 de febrero, Hermana Mayor.
Esa elección de una hermana como máxima dirigente de la cofradía no es, sin embargo, algo que surja de la nada. Detrás, hay una larga lucha de las mujeres por conseguir el reconocimiento de sus derechos y de su dignidad. Una larga lucha sostenida por feministas, sindicalistas, socialistas y también por muchas mujeres cristianas, de Catalina de Siena a Elizabeth Jonson pasando por Teresa de Ávila, Ana de Jesús o Elizabeth Cady Stanton. Una lucha que tuvo concreciones históricas también en la Cofradía de Jesús: relegadas, tradicionalmente, a los puestos de camareras de las imágenes de Jesús y de la Virgen, o a realizar sus promesas al final de la procesión del Viernes Santo, cargando con cruces oscuras y vestidas con ropas humildes, tras la guerra civil de 1936 la presión creciente de las mujeres por ser hermanas de pleno derecho de la Cofradía es una constante. Una constante que cristaliza, primero, en la “creación” de una cofradía “de mujeres”, que impedía la unificación de todos los hermanos en un único listado, y segundo, con el empecinamiento de los sectores más rancios de la cofradía a contar con mujeres en las filas del guión de Jesús. Las actas de las juntas directivas y de las asambleas generales a partir del Concilio Vaticano II, están llenas de referencias en este sentido: que las mujeres, sobre todo las jóvenes, se vestían las túnicas de sus padres y de sus hermanos, y que oculto el rostro bajo el caperuz, procesionaban con su varal de tres tulipas, se nos intuye una realidad cada vez más incontestable, que encuentra su negativo en los llamamientos de los directivos de aquellos años primero para impedir que las mujeres procesionen como penitentes y no como penitronchas, y luego, cuando ya reconocen su derrota, para clamar para que, al menos, disimulen su condición femenina cuando participan en la procesión. Pero este asunto, debe ser tema de otro estudio, para próximas ocasiones.
Nos interesa ahora, y al hilo de la oportunidad histórica que Javiera Leiva ha traído de la mano, volver a los años primeros de nuestra cofradía. Al menos, a los primeros años de los que se tiene constancia documental, pues si bien la Cofradía de Jesús debe ser muy anterior a su erección canónica en 1577, los primeros documentos que se conservan son de aquella década. Y ante ellos, cabe preguntarse qué pasaba entonces con las mujeres y la Cofradía de Jesús.
Más allá de la componente devocional que inspira la fundación de cofradías tanto en la Baja Edad Media como en el Renacimiento, las hermandades surgen entonces con una encomienda espiritual básica, de una dimensión tal que hoy, en nuestro anestesiado siglo XXI, no somos capaces de comprender: surgen las corporaciones cofrades como corporaciones encargadas, sobre todo, del enterramiento y cuidado de la vida eterna de sus hermanos. ¿Por qué la Cofradía del Nombre de Jesús, fundada en la iglesia de Santo Domingo y con una sólida estructura en el momento de aprobación de sus estatutos en 1577, se muda acto seguido al Convento de San Andrés? Seguro que para hacerse acreedora de las gracias y privilegios pontificios que tal residencia le podría aportar, y que le serían efectivamente entregados un año después; pero, sobre todo, porque en San Andrés contaría con capilla propia en la que enterrar a sus hermanos y porque el convenio de traslado, firmado con la comunidad de los dominicos, garantizaba que los frailes se encargarían del cuidado espiritual de las almas de los hermanos de Jesús.
Sin duda, son de una importancia capital la fiesta de enero y la procesión del Jueves Santo: pero tan importante como ellas es el enterramiento en la Capilla de Jesús y las misas sufragadas en beneficio de la recompensa eterna de los hermanos de Jesús fallecidos. Y con esto, podemos intuir una serie de derechos y deberes de los hermanos de Jesús ya consolidados en el siglo XVI: derecho a y deber de participar en la procesión del Jueves Santo vistiendo la túnica y portando cera, y en otras procesiones de la hermandad; derecho y deber de participar en la fiesta del Nombre de Jesús; derecho y deber de asistir en el convento de San Andrés a las ceremonias de cubrimiento y descubrimiento del Monumento los días de Jueves y Viernes santos; deber de asistir con cera a los entierros y misas de los hermanos de Jesús; derecho a gozar de enterramiento en la capilla de la Cofradía en el convento y a que gozasen del mismo los familiares más próximos, como esposas, padres o hijos…
¿Todos los hermanos de Jesús gozaban de estos derechos y estaban obligados por estos deberes? Todos los hermanos varones sí, o al menos todos los hermanos varones que estuvieran al corriente económico con la hermandad. Pero ¿y las hermanas?
En el Cabildo del 22 de marzo de 1611 la Cofradía acuerda no recibir por hermanos ni a mulatos ni a esclavos. Posiblemente no sea más que la ratificación de una costumbre más antigua, que nos habla de las exclusiones establecidas para acceder al seno de la hermandad del Dulce Nombre de Jesús. Sin embargo, y pese a que por la escasa consideración en que se la tenía la mujer debía estar más cerca del estatus del esclavo que del propio del varón libre, no se excluye entonces a las mujeres de la cofradía. Y no se hace porque seguramente desde su misma fundación habían venido pudiendo ingresar en la misma en condición de hermanas.
Está perfectamente documentada la presencia de hermanas de Jesús desde muy poco después de la erección canónica de la cofradía y esto, casi con toda seguridad, indica que su presencia en la cofradía databa de mucho antes, del periodo mismo de la fundación. Y de esto nos da noticia el acta del Cabildo del Domingo de Ramos de 1578, día 23 de marzo, cuando se habla de “las mujeres recibidas como hermanas antes y al tiempo de la constitución de la cofradía”, esto es: antes de que el Obispado aprobase sus estatutos el 13 de marzo del año anterior y en ese momento y con posterioridad. Y esta acta habla de las hermanas para recordar que, según lo acordado por otros cabildos anteriores, están obligadas a abonar las cuotas que se les impongan “más dos libras de cera cuando fallezcan si en ese caso dejasen bienes sobre qué pagarlas”.
Y a partir de ese documento podemos rastrear la condición secundaria que las mujeres tenían en el seno de la cofradía. Porque, ¿gozaban las hermanas de los mismos derechos y deberes que los hermanos varones? Ni mucho menos.
Desde luego está claro que las hermanas no podían participar ni en la procesión del Jueves Santo ni en cualesquiera otras que la cofradía organizase ni, de manera activa, en las fiestas de la misma. Así, por ejemplo, se establece en el Cabildo del 12 de mayo de 1596, que acuerda que el Prioste ni su Acompañado (cargos equivalentes a los actuales de Hermano y Vicehermano Mayor, respectivamente) se cuidarán “de no dar velas de cera a las mujeres durante las procesiones y fiestas de la cofradía, así como permitir que cualquiera dellas pueda llevarlas aunque digan que son hermanas”. Por lo tanto, ni a las procesiones ni a las fiestas podían las mujeres hermanas acudir con velas, cualquier hermano quedaba facultado para denunciar este incumplimiento del Prioste y de su Acompañado y éstos serían multados con medio real por cada mujer que se viera con una cela, por lo que más les convenía vigilar con celo el cumplimiento de la norma. No obstante, en ese mismo Cabildo se manifiesta que las mujeres sí podían acudir con velas a San Andrés el Jueves y Viernes Santo a la ceremonia de cubrir y descubrir el Santísimo Sacramento, a lo que la cofradía estaba obligada.
Las mujeres estaban obligadas, igualmente, a abonar las cuotas que se les impusieran, como hemos visto antes, amén de la cuota de entrada en la cofradía. El Cabildo del 7 de enero de 1578 se había fijado una cuota de entrada de dos ducados para los hombres ricos o caballeros, de un ducado para los hombres llanos y de medio ducado para los hermanos de sangre, con independencia de su estado. Un año después, en Cabildo de 9 de marzo de 1579, se modifica el acuerdo anterior en el sentido de que los caballeros abonen dos ducados de entrada tanto si son hermanos de luz como de sangre. Y ese mismo día se establece que las mujeres, tanto las pobres como las ricas, tendrán que pagar una cuota de ingreso de dos ducados. ¿Por qué esta diferencia? Nos dice el acuerdo que “en atención a que no pueden servir a la cofradía participando en entierros u otros menesteres”. Y esto nos da la pista de otras limitaciones de la participación de las hermanas en la vida de la Cofradía. Y es que las mismas no estaban obligadas a asistir con hachas de cera a los entierros de los hermanos en la Capilla de Jesús ni a los funerales de los mismos y, tampoco, podían ocupar cargos al servicio de la Cofradía como el hacerse responsables, por ejemplo, de las tazas con las que se pedía limosna por las calles para el culto de Jesús. Luego como no pueden ayudar a la Cofradía en estos menesteres, se iguala su cuota de entrada a la de los caballeros, que intuimos tampoco debían desempeñar los cargos menos honrosos y más engorrosos, como podían ser los de mayordomos de taza de la ciudad o de la iglesia.
Como vemos, las mujeres no podían participar en los Cabildos, no podían ostentar cargos de responsabilidad en la cofradía, no podían procesionar ni el Jueves Santo ni en otras ocasiones, no podían servir a la hermandad asistiendo a entierros o pidiendo limosna para la misma, pero sí estaban obligadas al pago de la cuota de ingreso más alta y de otras que se les pudieran imponer, como al resto de los hermanos. ¿Qué derechos tenían, pues, las hermanas de Jesús de hace cuatrocientos años? ¿Qué beneficios les reportaba el ingresar como hermanas en la Cofradía de Jesús? Pues el derecho de ser enterradas en la capilla propiedad de la cofradía en la iglesia de San Andrés y el beneficio de gozar de los sufragios que en beneficio de su alma, y en su calidad de hermana de la cofradía, estaba obligada a realizar la comunidad de los dominicos.
De la lectura de las actas de Cabildo del siglo XVII se desprende que la comunidad de los dominicos estaba obligada a acudir a los entierros de los hermanos, tanto si se verificaban en la capilla conventual como si tenían lugar en otro templo de la ciudad, y estaba igualmente obligada a rezar los oficios a que tenían derechos los hermanos, sus mujeres y sus hijos. Si bien las relaciones entre el convento y la cofradía son extraordinarias a lo largo del tiempo, periódicamente se hace necesario actualizar y protocolizar este asunto de los entierros: de esto se habla, por ejemplo, en el Cabildo de 4 abril de 1610. Pero esto, también es materia de otro estudio.
Volviendo al tema de los derechos de las hermanas, del acuerdo antes citado se desprende que un hermano de Jesús tenía derecho, por el hecho de serlo, a ser enterrado en la capilla de Jesús y a los sufragios por su alma establecidos, extendiéndose este derecho a esposa, hijos e incluso padres. En el caso de los hermanos, este es un derecho transferible a los parientes más cercanos. No va a ocurrir lo mismo en el caso de las hermanas de Jesús, donde el derecho de enterramiento y de misas por el eterno descanso del alma es un derecho personalísimo que no obliga a la cofradía para con terceros, por muy próximos en el parentesco que estén. Y así se acuerda el 12 de febrero de 1581, cuando se recibe por hermana de Jesús a Isabel Gallega, con la condición (que debía ser extensible al resto de hermanas) de que “la cofradía acudirá sólo a su entierro y la enterrará sólo a ella, sin hacer lo mismo con ninguno de sus famliares”.
Isabel Gallega es recibida como hermana de la cofradía en el Cabildo del 12 de febrero de 1581. Seguro que Isabel Gallega no es la primera hermana de Jesús, pues muchas debieron serlo antes que ella tanto en los tiempos de la fundación en la parroquia de Santo Domingo como ya trasladada la hermandad al convento de San Andrés. Pero durante décadas no hay costumbre de registrar en las actas de Cabildo los nombres de los hermanos y hermanas recibidos, ni de los fallecidos, porque todo eso debería hacerse en los “abecedarios”, listados de hermanos y hermanas en los que a buen seguro constaban todos los datos de los mismos, y en los “memoriales”, donde se daba asiento de las entradas y pechos que los hermanos debían a la cofradía. (Como dato indicativo de la antigüedad de la cofradía, señalar que en un Cabildo sin fecha, pero datable entre abril y noviembre de 1578, se habla ya de un “memorial viejo”.) Seguro, repetimos, que Isabel Gallega no es la primera hermana de Jesús, pero sí es la primera mujer cuyo nombre se registra en los documentos que aún conservamos. En los registros que conservamos, sigue a Isabel Gallega, la hermana María de la Asunción, monja profesa del convento de Nuestra Señora de la Coronada, que para entrar en la cofradía el 3 de abril de 1583, Domingo de Ramos, da una limosna de once reales. Y luego, en el Cabildo del día de Año Nuevo de 1597 se reciben como hermanas a Isabel de Peñas (viuda del zapatero Melchor García, que ingresa con una limosna de once reales); Mari Núñez (beata, hija del que fuera primer Prioste tras la erección canónica de la cofradía, Álvaro Hernández, que abona una cuota de ocho reales); Juana Bautista (“doncella”, que da ocho reales de limosna); Mari Jiménez (viuda, también con limosna de ocho reales); y “doña Teresa” (igualmente viuda, que entrega a la cofradía una limosna de quince reales). Esta de 1597 es la relación más larga de hermanas que tenemos durante el siglo XVI, sin que podamos aclarar los motivos por los que se diferencian las limosnas de entrada, aunque intuimos que deben responder a las diferencias sociales de unas y otras mujeres.
Sea como sea, lo verdaderamente importante es apreciar el largo camino recorrido por las mujeres de nuestra cofradía desde el 12 de febrero de 1581 hasta el 5 de febrero de 2018, en el que por primera una mujer no es ya que goce de la plenitud de deberes y derechos de todos los miembros de la Cofradía de Jesús, sino que la gobierna y dirige. Entre Isabel Gallega y Javiera Leiva se resumen cientos de años de desprecios hacia la mujer, de humillaciones, de recelos, una ceguera de los hombres incapaces de ver que sin ellas, relegadas al papel de observadoras, no se habría mantenido a flote este barco de la Cofradía de Jesús Nazareno: porque son ellas las que han criado, cuidado, mimado y limpiado la tradición mejor, porque son ellas las que con sus promesas y sus cruces nos han enseñado a todos que hay una religiosidad popular, sencilla pero dignísima y honda, sincera, que merece la pena salvaguardar y no dejar que perezca humillada por las pomposas modas de la huera Semana Santa del siglo XXI. A buen seguro, Isabel Gallega, la hermana María de la Asunción, Isabel de Peñas, Mari Núñez, Mari Jiménez, doña Teresa y tantas y tantas hermanas y devotas de Jesús (que han sido el sustento cierto y real de esta devoción que atraviesa más de cuatro siglos de historia de Úbeda), deben esbozar, allá en la eternidad violeta, una sonrisa de satisfacción al ver que el próximo Viernes Santo será una mano de mujer, la mano de Javiera Leiva, la que, al golpear por tres veces las viejas maderas de la puerta de la Consolada, convoque a la asamblea general de las emociones de Úbeda a las generaciones de ubetenses de todos los tiempos. Qué alta dicha de eternidades deben sentir aquellas hermanas de Jesús del siglo XVI porque sea una de ellas, otra mujer, la que abra las puertas del tiempo para que Jesús salga a las plazas de la historia.
MANUEL MADRID DELGADO