DE SU MANO

Nuevo artículo sobre D. Juan Pasquau de la mano de su hijo Miguel Pasquau Liaño.

«Si todos y cada uno de los días de Semana Santa me siento inundado por algo que puedo llamar «emoción» sin emplear en vano la palabra; si el Domingo de Ramos siento cómo, hacia el mediodía,  se abre una puerta que no sólo da acceso a los siguientes siete días, sino sobre todo a una muchedumbre de días, de imágenes y de sentimientos que llegan del pasado como acudiendo a la cita; si la tarde del Jueves Santo me siento literalmente traído y llevado, en las calles de Úbeda, por ríos inevitables de aguas que parecen provenir de algún santuario lejano; si cada vez que levanto el Pendón de la Cofradía de Jesús me parece estar enseñándolo a los muertos que nos precedieron en la procesión;  y si las solas palabra «Viernes Santo» ya visten mi ánimo y mi ánima de túnica morada, de grandeza cenital al mediodía y de derrumbamiento al atardecer, sin que pueda evitarlo, es porque una tradición se ha apoderado de mí.

No la aprendí yo. Me la dio mi padre. La comencé a recibir probablemente antes de tener conciencia: por eso es como si yo hubiese estado allí desde siempre, desde antes de los primeros recuerdos exactos y precisos que la memoria guarda como instantáneas recortadas. Porque la memoria más alargada me alcanza a momentos que nunca fueron nuevos, que venían ya cargados de una historia, de un relato, de algo que me precedía. Hago memoria y recuerdo una tarde en la que bajábamos, desde la Colonia del Carmen, por la calle San José, con dirección al centro para ver la procesión de la Santa Cena, y sé que ya sabía lo que era la Santa Cena. O un balcón en la calle Nueva desde el que se veía, al final de la procesión general, los tambores iluminados del Santo Entierro, y yo ya sabía que la General estaba terminando. También me alcanza la memoria alargada a la primera vez que me incorporaron (mi madre y Antonia, la mujer que ayudaba en casa) a la procesión de Jesús: tendría tres años y a la altura del Hospital de Santiago entré (para siempre) en la procesión, donde ya estaban mis hermanos, y yo ya sabía qué era la procesión de Jesús, y que allí dentro estaba mi padre. Ellos me darían la mano, me dirían dónde estaba papá, y remotamente recuerdo, de aquél primer día, bajar por la calle Ancha con el palacio del Marqués de la Rambla (entonces no sabía que se llamaba así) iluminado por el sol, al fondo, tras un apiñamiento de gente que esperaba para vernos. Pero sé que entonces no asistía a algo nuevo, y esos recuerdos, los más remotos, me llevan a otros recuerdos que entonces ya tenía, pero que ahora ya se han perdido o confundido en las aguas del río que todavía discurre.

Es la imagen exacta de la tradición. Porque la tradición, que alguien da, alguien la recibe sin más, tal cual, llena de elementos, matices y cargas que después van descubriéndose a lo largo de una vida entera. A mí me la dio mi padre, y yo se la he dado a mis hijos: por eso Juan, cofrade de Jesús (mis hijas son del Santo Entierro por la cuota materna…), que vive en Granada, sabe desde antes de aprender a sumar cuál es la túnica de la Humildad, qué procesión viene después de la Oración del Huerto, y tarda inevitablemente en conciliar el sueño en la noche del Jueves Santo al Viernes Santo; por eso coleccionó penitentes de barro y recortó penitentes de cartulina; por eso al ver el Resucitado mira con cierta ansiedad a los penitentes que representan a todas las cofradías, y se despide de ellas hasta el próximo año.

Lo sé: esto mismo que estoy diciendo pueden decirlo miles de cofrades en Úbeda. Y por eso la Semana Santa no es un episodio sin más, un asunto de familia, sino un acontecimiento que forma parte del patrimonio de la ciudad: Úbeda, ciudad de Semana Santa. Qué lema más bien elegido, porque en Úbeda la Semana Santa es el tiempo fuerte por excelencia, mucho más que el carnaval, que la navidad, que el verano o incluso que la feria. Miles de ubetenses pueden hablar, claro que sí, de lo que recibieron de sus padres y de lo que han dado a sus hijos en esa cadena de la que somos un eslabón. Pero yo puedo decir que quien a mí me dio íntima y personalmente la Semana Santa fue Juan Pasquau. Eso sólo lo podemos decir tres personas, y no disimulo que hay orgullo en estas palabras.

Juan Pasquau fue hombre de Semana Santa. Así se comprueba con su monumental crónica de la Semana Santa, hecha año tras año, en periódicos, revistas, pregones y conferencias. Todavía, treinta y cinco años después, es frecuentísimo encontrar citas suyas en cualquier escrito alusivo a la Semana Santa. Eso es así porque mi padre, también incorporado a nuestra tradición desde su infancia, luego supo construir una manera de interpretarla y de vivirla que ya forma parte de su manera de ser. La Semana Santa de Úbeda alcanzó a Juan Pasquau, pero él le aportó un sentido, un significado, que se ha incorporado al río para siempre.

Pero además de ese relato escrito, quedó un testimonio personal. La peculiaridad de la vivencia de la Semana Santa por mi padre consiste en que decisivamente fundió pensamiento y emoción, religiosidad y sentimiento, experiencia y reflexión. Tambores y misterio. No es obligatorio recitar el Credo para entender y vivir la emoción de la Semana de Pasión, pero para él, decisivamente, la Semana Santa fue siempre la ocasión más propicia para adentrarse en el misterio del Dios cristiano, de la fe en Jesucristo y de la dimensión sobrenatural: sobre el pan de la costumbre y del patrimonio común, sobre la vieja tradición de las cofradías y las procesiones, sobre la emoción de un tambor y un capirucho, del incienso y de la música, él sí puso con hondura los ingredientes del drama del cristianismo: la muerte y resurrección de Jesús. Porque él pensaba que sin la Pascua, sin la muerte y resurrección, el evangelio quedaría convertido en un cuento evanescente, incapaz de provocar una fe trascendente: no se puede entender el cristianismo sino  desde el drama de la pasión, que nos sitúa ante un Dios crucificado. Luego, la fe le da un sentido a esa cruz, pero es un sentido difícil, que necesariamente tiene que atravesar todo un sábado santo sin respuestas rápidas, inmediatas, tranquilizadoras. Por eso el ánima de mi padre se ponía de puntillas en los días de oficios, incienso y procesiones, como correspondiendo a esa «gran caminata de Dios hacia el hombre», que es como el teólogo Rahner llamaba a la historia de la salvación.

Mucho antes de leer las reflexiones que dejó escritas y que han ayudado a tantos ubetenses a situarse delante de una procesión, nosotros lo hemos visto acudir a la procesión como un niño, y hemos aprendido que se trataba de algo simple, de algo distinto a un carnaval festivo y vistoso. Sabíamos que la rotunda armonía de los capiruchos, del incienso y de la música era signo de algo más grande que nos pedía un tributo. Lo hemos oído hablar al mismo tiempo del penitente y de la agonía en el huerto; de las trompetas y de Dios, como si una cosa y otra fuesen dos caras de una moneda. Alguna vez he contado que él decía que en Semana Santa Dios está más cerca. Piensen en esta idea: Dios más cerca. Porque Dios planea sobre nuestras vidas como una entelequia abstracta, pero algunas veces se mezcla con las cosas, tiñe el aire, salpica el espejo, se adivina detrás de una esquina de la vida. Dios con la «D» mayúscula, dejándose reinventar por sus criaturas en forma de adoración, de pensamiento, de compasión y de compromiso. Dios apresado, juzgado, caído y crucificado por la parte oscura de la condición humana, que desde esa derrota se propone como esperanza para los que van perdiendo. No creo que ese cerca/lejos intermitente sea capricho de un Dios aficionado a jugar al  escondite, sino reflejo de la complejísima relación del hombre con eso que a veces es una idea, otras veces una nostalgia, o un malentendido, y en momentos privilegiados llega a ser una presencia con mayúsculas. Si, como decía el teólogo, los sacramentos son momentos privilegiados de la experiencia cristiana, no hay duda de que la Semana Santa de Úbeda era para mi padre un sacramento: una experiencia que toca tierra y la abre al misterio. Una ocasión, una fuga del espíritu, una lanzadera hacia un Dios extrañamente empeñado en acercarse.

«Siempre está Dios. Pero en Semana Santa se anuda, se enreda en el mecanismo de la existencia de cada uno». Naturalmente, lo escribió él. Y yo soy testigo de que no eran palabras dichas en vano. Ojalá sigamos por mucho tiempo trayendo todo el Dios de que seamos capaces a nuestra Semana Santa de Úbeda». 

 

(REVISTA JESÚS núm. 57, Año 2013)

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