ARTÍCULO DE NUESTRO HERMANO PEDRO ÁNGEL JIMÉNEZ SOGUERO «LAS 04:27 DE LA MADRUGADA»

Las 04:27 de la madrugada. Únicamente se escucha el tictac del reloj de pared de la cocina, pues los sones de las trompetas y tambores de la Banda de las Penas hace ya rato que se han apagado en la quietud de la noche. En las calles, algún gato maúlla a la vez que rebusca entre los restos de las bolsas de basura, mientras el resto es todo silencio y sosiego.

Aún faltan algunos minutos, tres para ser exactos, para que la primera de las innumerables alarmas que antes de cerrar los ojos he dejado grabadas en el móvil comience a avisar de que ha llegado la hora de dejar de dormir. Si a lo que he conseguido hacer se le puede llamar eso, porque la noche previa al amanecer morado únicamente permite dar un ligero descanso al cuerpo maltrecho después de un intenso Jueves Santo de Pasión.

04:27 en el reloj y ahí está él, con tan sólo siete años de vida, de pie junto a mi cama y pellizcándome la cara para que el sopor de la duermevela me abandone repentinamente. Al abrir los ojos y encender la luz de la lámpara de la mesita, son los suyos color avellana lo primero que contemplo. Ojos oscuros pero con una brillante luz que los hace crecer aún más de lo normal. Ojos oscuros colmados de una emoción que se desborda hasta una sonrisa blanca que inunda toda su cara.

Porque han pasado semanas, o meses no lo recuerdo, desde que Pablo decidiera que este Viernes Santo no quiere unirse al guión cuando las luces del alba ya hayan inundado las calles de la ciudad vieja. Este Viernes Santo, Pablo quiere congregarse a las 5:00 de la madrugada en la Casa de Jesús porque “ya es grande” y ha llegado el momento de experimentar lo que es comer el Rosco junto a los demás.

Él, hermano nazareno desde la cuna, ha vivido ya varias procesiones junto a sus Titulares, con su varal de medalla en la mano y su andar alegre sobre los adoquines irregulares de las calles Ancha o Sagasta. Con tan sólo siete años de vida, conoce de sobra la sensación de estremecimiento con cada una de las rancias notas del Miserere del maestro Victoriano y ha visto a su Jesús caminar portando su cruz al hombro mientras redime los pecados que ensombrecen las vidas de los devotos que,  con fervor, lo adoran desde las aceras.

Con tan sólo siete años de vida ha escuchado las innumerables saetas lanzadas a Jesús y a María desde los balcones y el rachear de los pies de los costaleros que los mecen con sus cuellos. Ha podido aspirar la esencia que desprende cada vaivén del incensario, tararear los sones de las trompetas de lamento o maravillarse con la espléndida visión de las filas de penitentes que se extienden paralelas a lo largo de la calle Mesones. Con tan sólo siete años de vida, como muchos de los niños y niñas de la cofradía, ya sabe mucho de las huellas que el Viernes Santo es capaz de dejar en el alma y en el corazón.

Pero no se siente completamente pleno. Porque ha escuchado hablar entre los suyos de muchos asuntos que para sus oídos son como los cuentos que lee en sus libros y que su corta edad le ha impedido disfrutar aún de ellos. Historias como aquella que habla de un río morado que se forma poco a poco en la calle Corredera y fluye entre los portales y las plazas y las estrechas callejuelas hasta desembocar poderoso en la Plaza de Santa María. O aquella otra que narra como un pueblo entero contiene la respiración al ver el rostro de Nuestro Padre bajo el quicio de la puerta de la Consolada.

Ha escuchado historias de cómo las lágrimas invaden los ojos para resbalar por las mejillas cuando la melodía de la Dolorosa acompaña a María en su peregrinar tras el Hijo de Dios que se dirige al Calvario. Y también, aquellas otras que hablan de una plaza abarrotada por una multitud que reza, clama e implora por una hija enferma, por un marido sin trabajo o por una familia que no llega a final de mes.

Pablo “ya es grande” y ha decidido que este Viernes Santo ya no quiere escuchar más historias de ese tipo, sino vivirlas en primera persona y ser protagonista de ellas. Así que ahí está, con tan solo siete años de vida, dispuesto y feliz junto a mi cama, como si el cansancio acumulado de varios días de Semana Santa no hiciese mella en su pequeño cuerpo. Con un brillo especial en la mirada y la risa nerviosa, va contagiando a su madre y a mí la ilusión de un nuevo despertar, de un nuevo amanecer que nos acerca al Nazareno una vez más.

En la puerta del armario, como silenciosas cómplices de una coartada perfecta, aguardan colgadas tres túnicas alineadas de mayor a menor tamaño. La primera para su madre, heredada de su abuela María, de un morado desvaído por el tiempo. La más pequeña para su hermano Guille, aún sin estrenar por culpa de la pandemia que detuvo el tiempo durante dos años de pérdidas y ausencias, y que hoy lucirá por primera vez. Y en el medio la suya, aquella a la que su abuela metiera los bajos y recortara las mangas semanas atrás, pues su último dueño, alguno de sus primos, ya ha crecido lo suficiente como para donarla a la siguiente generación de nazarenos.

Los petos de raso violáceo con el corazón bordado en su centro descansan sobre el espaldar de una vieja silla que desde hace años parece tener ésta como única misión. Los cordones dorados, los guantes negros, los capiruchos de cartón, las medallas con la imagen grabada de Jesús. Todo dispuesto para servir de hábito penitencial, de segunda piel que da calor en el frío amanecer, de envoltorio de sensaciones puras, de sentimientos encontrados, de experiencias profundas.

Junto a las túnicas, planchado y doblado con mimo, un costal. Mi costal. El mismo con el que desde hace más de una década he portado a la Virgen de los Dolores y a Jesús Nazareno bajo las trabajaderas. Y ¿quién sabe?, el mismo con el que quizás alguno de mis hijos quiera continuar mi humilde legado. La faja con los flecos deshilachados por el uso, la camiseta con el cuello cortado, el chándal negro con el escudo bordado en la pierna. Y una sudadera morada, con las letras doradas a la espalda que lo nombran a Él: Nazareno. Una sudadera que me ayuda a combatir el frío cada vez que abandono el calor de las faldillas del trono y que a su vez, es mi túnica cada Viernes Santo de Pasión. Una sudadera que visto con orgullo, al igual que mis hermanos y hermanas costaleras.

Y dan las 05:00 de la madrugada. La torre del reloj de la plaza vieja parece haberse dado cuenta de que la ciudad comienza a desperezarse y con sus campanadas avisa de que es la hora. De nuevo se escuchan conversaciones por las calles. Saludos de buenos días. Los hermanos y hermanas de Jesús, como un hormiguero avivado por el fuego, invaden la calle Compañía desde las aledañas Real y Ventanas. Se comparten los Roscos y se mojan los labios en el áspero anís que endulza la mañana mientras se turnan para sujetar los capirotes y vigilar las tulipas apoyadas sobre las paredes de la Casa de Hermandad.

Mi hijo, que ha llegado cogido de mi mano con tan solo siete años de vida, absorbe cada detalle con los ojos abiertos como platos. Bebe de cada momento y los atesora entre los infinitos recuerdos que guardará en su memoria para siempre. En unos minutos ayudará a su madre, prendido de su cordón, a encender las velas de los varales con los que los penitentes de la madrugada iluminarán cada rincón de una Úbeda entregada al Nazareno de la cara morena.

Acompañará a sus hermanos y hermanas en un caminar que le llevará por un silencioso Real hasta la Basílica Mayor. Solo se escuchan el entrechocar de las tulipas de cristal y los innumerables pasos que retumban sobre los adoquines de piedra. Quedan pocos minutos para que los campanarios de las iglesias anuncien las 07:00 de la madrugada y con ello vuelva a producirse el milagro nazareno. A lo largo de los casi cinco siglos de historia, han sido miles y miles de pequeños devotos los que junto a sus seres queridos han podido vivir esta experiencia.

Y hoy, con tan solo siete años de vida, será él, mi hijo, mi pequeño nazareno, el que afortunado pueda contemplar por primera vez en su vida como Jesús, el mismo al que cada domingo reza en su capilla, se muestra majestuoso bajo el arco de la Consolada con los sones del Miserere y bajo la primera luz del día. Que así sea, por todos los años de su vida, Amén.

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